Los austríacos tienen fama de pueblo maduro, equilibrado, de ser un conjunto armónico de personas en el que el buen juicio predomina y la sensatez se impone sobre la arbitrariedad. Alegres pero serios, los austríacos son poco dados a las zalamerías con las ciencias ocultas o con creencias contrarias a la razón y no son capaces de imaginar que nadie sea tan simple como para creer en las supersticiones. Para ellos los gafes no existen y no entienden qué puede significar eso de tocar madera para evitar un maleficio. Está claro que no han tenido la influencia de la cultura árabe en su historia. No saben qué daño puede hacer el número trece, ni imaginan el destrozo que puede suponer en tu vida que un gato negro se cruce en tu camino, ni creen en la baraka de los marroquíes ni en el mal fario de los andaluces. Sin embargo creen en los ritos.
Los austríacos están convencidos, lo mismo que muchas otras culturas, que un brindis es algo serio y no se debe afrontar el rito a la ligera. Aquí también tenemos nuestro protocolo para el ceremonial. Por regla general se considera improcedente brindar en vaso de plástico, hacerlo con agua o no tomar un sorbo antes de volver a apoyar la copa. Así mismo, en algunos sitios te amenazan con un año de mala suerte si no levantas la copa con la mano izquierda. En Austria lo que resulta imperdonable es brindar mirando atontados a las copas, como hacemos nosotros. Un brindis que se precie debe hacerse mirándose directamente a los ojos. Puede tener cierta lógica ese acercamiento visual en un momento de euforia, ese intento de comunicación directa con la persona que tienes enfrente, pero también puede considerarse una tontería. Así como el castigo por incumplimiento. Los que no brinden como es debido se condenan a "siete años de mal sexo". ¡Cualquiera se arriesga!
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