He cogido la bici esta mañana. La primera sensación al ponerme en marcha es la de adentrarme en un placer sencillo, sin adornos, espontáneo. Lo siguiente que pienso es que la vida es un viaje de sensaciones y ésta es de una gran placidez. La temperatura es fresquita, el momento especialmente agradable. En pleno mes de julio se agradece esa suave caricia
de aire frío deslizándose por las piernas, por los brazos y en la cara. El cuerpo se activa.
Comienzo gustoso a dar las primeras pedaladas y respiro a fondo. Noto cómo se incrementa la frecuencia cardíaca, cómo se dilatan los conductos del aire. El oxígeno va entrando más a fondo en mis pulmones, la sangre se reaviva, se rejuvenece y tras la depuración el cerebro empieza a sentirse alegre. A la vez que mis piernas van girando rítmicamente
mi mente comienza a ordenarse y noto que se hace más ágil. Resulta reconfortante.
El pedaleo me espabila y pone mi ánimo en la mejor disposición.
Camino despacio, concentrado en escuchar el discurrir sigiloso de las ruedas por la carretera. Disfruto de la soledad que me envuelve, soy consciente de lo bien que me encuentro y de lo mucho que disfruto por el simple hecho de moverme a lomos de una bicicleta. Me gusta su desplazamiento silencioso y me creo ingenioso cuando se me ocurre que la bicicleta es un vehículo de emociones, que es el movimiento hecho belleza. Cada vez que comienzo a discurrir en mi bici me siento montado en un felino que vuela a ras de suelo. Me reconforta la sensación de independencia y de autonomía que me embarga y me entran unas ganas caprichosas de sonreir. Se me antoja que las bicicletas tienen la capacidad de cambiar a las personas.
Montar habitualmente en bicicleta es recibir un regalo cada día y cada vez estoy más convencido de que es una medicina eficaz contra los males
de la vida moderna.
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