He salido esta mañana a dar una vuelta en bici. Siempre me da un poco de pereza arrancar, pero también es verdad que siempre me siento mucho más de acuerdo conmigo mismo y noto lo mucho que he crecido cuando estoy de vuelta. Hoy he hecho 35 kilómetros por una carretera bonita con eses (secundaria, serpenteante y solitaria). Un paseo muy agradable. He sudado a gusto, durante buena parte del recorrido me he liado a compartir confidencias e intimidades con mi bici y nos hemos encontrado sorprendidos en rincones inesperados.
Una de las cosas que me dio tiempo a concluir durante esta sesión de pedaleo matutino es que gracias a la bicicleta nos descubrimos a nosotros mismos. Es curioso y así de fácil, nos hacemos muy conscientes de nuestras capacidades, de nuestro valor, vivimos la experiencia conquistadora de nuestro propio cuerpo y descubrimos esa sensación gratificante de libertad a la que la bicicleta está sin querer y fantásticamente ligada.
Hoy, que el grueso de la población mundial está inevitablemente urbanizado, que la vida política y económica del planeta depende de los centros de decisión situados en las grandes megalópolis, que nuestro tiempo discurre de un lado a otro en nuestra ciudad, entre ciudades, o en medio de esos filamentos urbanos que se extienden a los lados de las carreteras, de los ríos y de las costas, la bicicleta nos permite sin alardes escaparnos del hormigón. Gracias a ella podemos echarnos a la calle, rescatar el contacto con la naturaleza, palpar de cerca la tierra, entrar en un cuerpo a cuerpo con el espacio circundante y gozar abiertamente del aire, de los colores y del clima de una forma que no podemos conseguir con ningún otro medio. Además, mientras nos desplazamos al compás de nuestro esfuerzo, podemos soñar por momentos con un futuro más ecológico, más amable, transformando la vida ingrata de las ciudades y alimentando la ilusión de contribuir a un mundo utópico menos consumista, más razonable y menos contaminante.
Lo urbano se extiende por todas partes y nos engatusa sin remedio. La ciudad nos despista, nos entretiene, nos distrae, nos hace perdernos de vista a nosotros mismos. La bicicleta, su silencio, su intimidad, sirven de contrapunto a la velocidad y a la voracidad urbanas, ayudan a los seres humanos en la difícil tarea de ensimismarse, de recobrar la conciencia de sí mismos. Percibir el olor de los árboles, de las flores y del campo, recobrar la caricia directa del aire, volver a apreciar las distancias, disfrutar del desplazamiento acompasado del paisaje, valorar la dimensión del esfuerzo personal, escuchar en medio del silencio el roce de las ruedas en contacto con el asfalto o redescubrir el milagro de poder disfrutar del camino sin necesidad de tener que llegar a ningún sitio. Un torrente de sensaciones oculto en las alforjas, un paraíso a golpe de pedal, un tesoro rodante.
Realmente somos muy afortunados los que podemos disfrutar con la bicicleta.
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